Por Ricardo Arias Calderón

  1. La globalización en claroscuro

En París, el 6 de noviembre recién pasado, la Internacional Demócrata Cristiana y el partido francés Force Démocrate realizamos la Conferencia “La Globalización y la Identidad Nacional”. Resultó extremadamente esclarecedora por el nivel de participantes y la seriedad de los planteamientos. Resumo algunos de los principales, que pueden ayudarnos, a los panameños, en la búsqueda de un camino sensato de cara a la globalización que afecta toda nuestra vida nacional y sirve de razón o pretexto para todas las acciones del Gobierno.

El mundo globalizado en el que vivimos, sufrimos y nos alegramos hoy en día, se fue gestando gradualmente a lo largo de la segunda mitad de este siglo. Surgió en la medida en que la revolución industrial dio paso a la revolución informática. Los nuevos avances científicos y las nuevas tecnologías del transporte, de la comunicación e incluso del saber, afectaron profundamente la organización de la producción económica, el flujo de las finanzas, el comercio mundial, las relaciones entre gobernantes y gobernados, el uso del poder militar, así como los estilos culturales de vida. Unificaron nuestro mundo geográfico, nuestro mundo económico y nuestro mundo mental. El mundo se hizo aldea-intimidad pero al mismo tiempo cada aldea se hizo mundo-amplitud.

No sólo entramos en una época de cambios, sino en un cambio de época, tan o aún más decisivo que el cambio de época de la Edad Media al Renacimiento,  gracias al cual se gestó la modernidad. Ahora, más que una nueva economía y que una nueva política surge una nueva cultura, es decir, nueva visión actuante del hombre y del mundo, incluso en su relación con Dios. A veces este cambio se plantea como la modernización total del mundo, otras veces se plantea como la transición a un mundo post-moderno. Probablemente sea ambas cosas a la vez.

Frente a  este hecho podemos adoptar una de tres posturas: rechazo y arraigo al pasado; capitulación y dejarnos llevar a cualquier futuro, que son posturas irresponsables o discernimiento crítico y asunción creativa, es la postura responsable pero también la más difícil y exigente, pues no cae en el maniqueísmo de considerar la globalización como pura luminosidad o pura oscuridad, sino como fenómeno en claroscuro.

Esta transformación terminó por hacer insostenible la división bipolar y la confrontación entre dos sistemas pretendidamente globales pero en realidad ensimismados en su sectarismo. El muro de Berlín, que los separaba, se vino abajo en 1989. Este evento permitió la extensión e intensificación del fenómeno de globalización que lo produjo.

Al caer el muro, expresión de la confrontación englobante entre el Este y el Oeste, la cual condicionaba la forma en la que se confrontaban el Norte y el Sur, cambió el mundo en el que vivíamos desde 1917 y que se preparaba desde mediados del siglo XIX.

Esta caída marcó el fin de los llamados socialismos reales como sistemas políticos totalitarios, como economías administradas centralmente y, más hondamente, como culturas ideológicamente homogeneizadas, con una pretensión antirreligiosa. La utopía que motivó a miles de revolucionarios, avasalló a millones de seres humanos en Europa, Asia, África y América Latina y probablemente consumió las vidas de más de 60 millones de personas a través del mundo, tocó a su fin. Se reveló como uno de los experimentos sociales más costosos de la historia humana.

Se desintegraron casi todos los socialismos reales y los que subsisten –en China, Vietnam y Cuba, por ejemplo– se han visto obligados a contemporizar económicamente, al menos, con su anterior adversario. Además, es dudoso que puedan estabilizarse y perdurar bajo la forma de un leninismo capitalista. Ya los veremos cambiar mucho más de lo que ahora quieren sus gobernantes.

Como resultado queda prácticamente  imperante uno de los dos modelos que se enfrentaban, el modelo de democracia representativa en lo político, de la economía de mercado en lo económico, del pluralismo liberal en lo cultural y naturalmente, se confirma la globalización en lo internacional. Pero el muro no sólo cayó para un lado, sino para los dos, aunque la caída hacia el Este haya sido más dramática  que la caída hacia el Oeste.

En el Oeste no se suscitó la sustitución de un régimen por otro. Se suscitó más bien un impulso incontenible hacia transformaciones profundas del régimen vigente. Se dan, en efecto, transformaciones en la democracia, con la crisis del Estado de bienestar y las nuevas formas de comunicación entre gobernantes y gobernados. Se dan transformaciones en los capitalismos nacionales, con la integración económica y el predominio de las finanzas sobre la producción.  También se dan transformaciones en las honduras culturales. Aparecen, como componentes a la vez, simultáneos y contrapuestos de una vivencia post-moderna; por una parte preocupaciones religiosas fundamentales y a veces, fundamentalistas y, por otra parte, un relativismo areligioso de todos los valores, acompañado de un pluralismo individualista ajeno a cualquier compromiso compartido con valores como base de la comunidad. Se dan transformaciones, por último, en el sistema internacional, con la pluralidad de polos económicos y de civilización y, junto a ellos, la tendencia hacia una situación  de predominio geopolítico de una sola superpotencia restante.

Acerca de estos cambios en el Este y el Oeste, posteriores a la caída del muro de Berlín, el Director General del Fondo Monetario Internacional, Michel Camdessus, difícilmente sospechoso de ser un testigo recalcitrante contra la globalización, reconoce claramente su carácter ambivalente. “Existen dinamismos tales que se podría creer que marchamos de manera irreversible hacia la unidad mundial. ¿Estaríamos entonces a punto de que se materializara la utopía de la aldea planetaria, esta otra forma del ‘fin de la historia’?”, pregunta y responde: “¡Ciertamente no! Para muchos, la experiencia es más bien la de una selva hostil, de la inestabilidad de condiciones económicas, de la marginalización y de una limitación de oportunidades”. De hecho, concluye, “como todos los grandes fenómenos de la historia, la mundialización es portadora de oportunidades y de riesgos”.

Sí, vivimos en un mundo globalizado pero un mundo en cambio profundo y un mundo ambivalente, a la vez la ciudad más aldea, más prometedora de oportunidades, y también la ciudad más selva, más acosadora en sus limitaciones.

 

  1. Humanizar la globalización

La ambivalencia de la globalización es manifiesta. Es verdad que ahora el mundo produce, comercia y consume como nunca antes. Es verdad que las oportunidades de salud, educación, vivienda y transporte que se ofrecen a la población sobrepasan todo lo anterior. Junto con la informática que transforma nuestro mundo mental, la biogenética transforma nuestro mundo vital.  Dimensiones de las utopías, que hasta hace poco eran materia de ciencia ficción, están al alcance de la mano. Hay más razones para el optimismo en cuanto a las condiciones de vida que en toda la larga historia de la humanidad. Vivimos una gran esperanza.

Pero no es menos verdad que la distancia entre ricos y pobres aumenta, sus oportunidades respectivas se diferencian drásticamente. Un dato dramatiza esta situación. El Informe sobre Desarrollo Humano 1996 del PNUD destaca que los recursos de los 358 individuos billonarios en el mundo sobrepasan los ingresos conjuntos de países con 45 % de la población mundial. El flujo financiero de dinero “virtual”, que se comercia especulativamente en un día, es equivalente a todo el dinero que se necesitaría para todas las inversiones y todo el comercio de productos de todo el mundo en todo un año. Se concentra como nunca antes el poder económico, con más de una multinacional sobrepasando el Producto Interno Bruto de naciones y regiones enteras y se genera un desempleo y subempleo que sólo se reabsorben en algunos países, a costas de la precarización del empleo y de sus condiciones.

Millones de personas viven en una situación peor que la de los “marginados”, es decir, los que se quedaban al lado de la vida moderna pero no en ella. Se convierten en seres humanos “prescindibles”, fetos disponibles, viejos sujetos a la eutanasia, enfermos ayudados a suicidarse, víctimas de genocidio y de “limpieza étnica”, “perdedores” en las cuentas de los procesos de modernización y ajuste estructural.

También se globalizan las drogas y el lavado de dinero, las armas y la violencia, el relativismo moral y el sin sentido de la vida. Junto con los “nómadas de la opulencia”, el jet-set, se dan los “nómadas de la miseria”, los más de 125 millones de seres humanos que se han visto obligados a salir de sus patrias de cualquiera manera, la mayor parte de las veces clandestina, para buscar en otros países a no morirse de hambre. Y esta cifra sólo se refiere a los que han dejado sus países, no a los que han dejado sus regiones dentro de sus países, lo cual puede implicar trastornos igualmente traumáticos. Vivimos en una gran angustia.

En la Conferencia sobre “La Globalización y la Identidad Nacional”, que la Internacional Demócrata Cristiana y el partido francés Force Démocrate organizamos en París, Carlos Castillo, el ex-presidente del PAN y reciente candidato a la Gobernación del Distrito Federal de México, nos ayudó a comprender esta ambivalencia partiendo de una ventaja del español, a saber que permite distinguir entre “globalización” y “mundialización”. Lo mismo no sucede en inglés, donde sólo se habla de “globalisation” y no se acostumbra en francés, donde se usa preferentemente el término de “mondialisation”.

Por el primer término nos referimos al “globo”, realidad física, cuantificable, que interesa a los cartógrafos y a los geógrafos. Cuando hablamos de “globalización” ponemos el acento en las transformaciones técnico-económicas que afectan la materialidad del globo.

Pero cuando hablamos de  “mundo”, tenemos otra cosa en mente. Al referirnos al descubrimiento de Cristóbal Colón, por ejemplo, no decimos que descubrió el “nuevo globo”, sino el “nuevo mundo”, porque en su tiempo no se estaba seguro de que el mundo fuera redondo y sobre todo, porque lo más impactante fue el descubrimiento de gente diferente. No hablamos de “primer y tercer globo”, sino de “primer y tercer mundo”, porque nos impactan las condiciones diferentes de vida de la gente.

En una perspectiva religiosa, no hablamos de “este y el otro globo”, sino de “este y el otro mundo”, porque lo que nos interesa es la suerte de los seres humanos.

Castillo destacó que se ha estado dando una globalización sin mundialización, es decir, sin preocupación por la gente, tanto en su dimensión personal como comunitaria. La globalización hace abstracción de aquello a lo que la mundialización tiene que prestar atención porque es inseparable de la vida humana: la dimensión histórica de la vida de las personas –lo que les ha pasado, les pasa y les pasará–, y con ella las escogencias morales entre el bien y el mal, por las cuales las personas asumen responsabilidad por su historia y el contexto de las normas e instituciones políticas, gracias a las cuales las personas conviven en la historia.

La globalización sin mundialización produce situaciones contradictorias. Se pretende desregular cada vez más la actividad económica, particularmente el mercado laboral, pero por otra parte, se exige que la economía sea previsible y el país estable y ello no se puede lograr sin reglas que encaucen el comportamiento económico. Se practica la plena libertad financiera, lo cual introduce los capitales “golondrinas” y la volatilidad, a veces extrema, de la economía, pero por otra parte se reclama para el desarrollo humano la sustentabilidad, que implica permanencia en la dirección de los cambios.

Sería tan absurdo rechazar la globalización como capitular ante ella y dejarnos ir a cualquiera de sus consecuencias. Nuestra urgente tarea es mundializar la globalización, es decir, humanizarla con sentido de la historia de los pueblos, de las opciones morales que le dan su sentido y de las realidades políticas, a través de las cuales se toman las decisiones con respecto a la misma. Michel Camdessus advierte, de manera convergente: La globalización “se ha efectuado hasta ahora por dinamismos financieros o tecnológicos de alguna manera autónomos; sentimos muy claramente que ya ha llegado la hora de asumirlos, de tomar iniciativas para que el progreso hacia la unidad del mundo se haga con coherencia y al servicio del hombre” y precisa: “el mundo no puede crecer armoniosamente si en todas partes la ‘mano de justicia’ del Estado le presta mano fuerte a la ‘mano invisible’ del mercado pero se necesita una tercera mano, la de la solidaridad”, la cual es nuestra responsabilidad personal y la de la sociedad civil, tanto en el plano nacional como internacional.

 

  1. La crisis de la política

Para humanizar a la globalización hay que tomar conciencia de las perspectivas histórica, moral y política.

El punto de partida histórico, desde el cual los pueblos abordan la globalización, afecta su enfoque de la misma. En la conferencia que la Internacional Demócrata Cristiana y el partido francés Force Démocrate acabamos de celebrar en París, el Presidente de Rumania, Emil Constantinescu, destacó que para los países de Europa Central la globalización se había presentado inicialmente como “la vía real hacia la democratización”. Sándor Leszák, presidente del Foro Democrático de Hungría, señaló que la globalización había coincidido inicialmente con el renacimiento de la nación. En Europa Central abordaron la globalización con gran optimismo. Pero luego, explicó Constantinescu, habían descubierto “la trampa de la homologación cultural”, que atenta contra la pluralidad de las identidades culturales,  y también la “red financiera oculta” que trata de anular la dimensión política y en consecuencia a los partidos políticos, para redefinir el poder en términos económicos, e intenta mantener un  “estado de guerra mundial”, no con armas, sino con los recursos económicos.

La perspectiva de Europa Occidental es diferente. Mira la globalización desde la perspectiva de la creación de una instancia regional intermedia, a saber la Unión Europea, que incrementa su potencia en el mundo globalizado. También es diferente la perspectiva de América Latina, que aborda la globalización desde el punto de partida histórico positivo de democracias en casi toda la región, pero sometidas a una creciente polarización entre cúpulas poderosas y ricas y bases relativamente marginadas y atascadas en la pobreza.

Las realidades políticas son también importantes. En la Conferencia de París, el ex-presidente de Haití, Leslie Manigat, señaló con razón que se pueden dar cuatro tipos de globalización según su dirección política. La globalización puede “no tener cabeza, es decir, ser anárquica”; puede ser “anfictiónica”, a la vez pluralista y concertada, bajo la dirección, por ejemplo, de las Naciones Unidas; puede ser “imperial, a la Romana”, es decir, unipolar y actualmente, a la norteamericana; o puede ser elitesca, dirigida por “nómadas de opulencia” o minorías globalizadas que se dan en casi todos los países y que compiten pero se entienden entre sí, de cara a los demás. Y comparó la globalización a un tren, en el que algunos viajan muy cómodamente en primera, otros menos cómodamente en segunda y otros apiñados y hasta parados en tercera, mientras que muchos más se quedan en la estación sin subir al tren.

Mundializar la globalización requiere  de una política democrática, la única que asegura una participación del mayor número posible de personas y pueblos en las oportunidades que se suscitan. Pero ello, plantea un problema, pues la democracia moderna ha surgido en el contexto de la identidad nacional y del Estado nacional que la expresan y la refuerzan. Sin embargo, la globalización debilita al Estado nacional y así milita en contra de la posibilidad de una política auténticamente democrática que pudiera mundializarla.

Por ejemplo,  debilitan al Estado en el plano económico empresas que dejan de ser internacionales para convertirse en transnacionales, para las cuales las fronteras se tornan irrelevantes y cuya unidad es propiamente mundial. Además, el flujo incontrolable del dinero “virtual” pone fin a la soberanía fiscal y monetaria del Estado nacional.

Las realidades no-nacionales, que no sólo superan el ámbito nacional sino que lo rehúyen por completo o existen al margen de él, también contribuyen al debilitamiento del Estado concebido como detentor de la soberanía absoluta. En el registro negativo, podemos mencionar el tráfico de drogas y el lavado de dinero que se presentan como una contrahechura de lo estatal-nacional y del orden internacional. Pero son una contrahechura que, como la describe Gabriel García Márquez en Noticia de  un Secuestro, devalúan al Estado, asignándole el papel de contraparte en unas negociaciones con criminales. Llegan, si éste no negocia, a paralizarlo en sus funciones básicas de orden público y seguridad personal.

En el registro positivo, podemos mencionar el respeto por el sistema ecológico y funcionamiento del sistema informativo del internet, el uno en el plano de lo natural y el otro, en el plano de lo cultural. Tienen que ver con el encuadramiento actual de lo nacional y lo internacional  y en esta medida reducen la supremacía absoluta, de la que se suponía dotado el Estado o al menos la comunidad de Estados.

Al debilitamiento del Estado contribuye, por último, el resurgimiento de lo sub-nacional. Dentro del Estado se impone la atención a la región, al municipio, a la barriada, en una palabra a lo local por contraste a lo englobante. Además, se reafirman las identidades étnicas que en otro tiempo se fundieron en o fueron subordinadas al Estado nacional y a su correspondiente ciudadanía. Y si a veces éstas se reafirman en una búsqueda de autonomía federal o confederal, otras veces se reafirman en una búsqueda, incluso violenta, de independencia. El Estado vive entonces un trauma desgarrador desde sus propias raíces.

Es sintomático que sea en Europa, donde se gestó a partir del Renacimiento el Estado nacional, donde se gesta actualmente la más ambiciosa unidad continental de Estados modernos, donde también se perciba más dramáticamente este resurgir de lo sub-nacional, que en ocasiones se presenta como lo proto-nacional, es decir lo nacional de origen frente a lo nacional de resultado.

En resumen, muy pequeño para las grandes cosas de nuestro mundo globalizado y muy grande para las pequeñas cosas de nuestro mundo cotidiano, el Estado nacional se encuentra seriamente cuestionado en la actualidad.

Pero la globalización no  produce el internacionalismo con el que se soñó en la post-guerra y que debía, en alguna forma, culminar en un gobierno mundial supranacional. Tampoco produce la desintegración del Estado, en una especie de regresión a la Edad Media pero proyectada hacia el siglo XXI. Suscita más bien una cierta distensión, a veces una disgregación del Estado en sus componentes, funcionalmente distintos. Estos asumen por su cuenta a un carácter de actores supra-estatales o sub-estatales o no-estatales. Se organizan, no jerárquicamente desde un centro que ejerce compulsión, sino en llamadas “redes transgubernamentales” integradas por asociación más o menos voluntaria.

El debilitamiento de la identidad nacional indiscutible y del Estado nacional soberano acarrea una crisis de la política, sobre todo la democrática. Producto de la globalización, esta crisis dificulta mundializar la globalización.

 

  1. Hacia una política y moral humanizadora

La globalización debilita la identidad nacional y el Estado nacional soberano, contexto original de la democracia representativa moderna. Por ello, dificulta su propia humanización, que exige una política auténticamente democrática.

Pero en la globalización el Estado adquiere una nueva significación positiva, que es capital, aunque sin el atributo de la soberanía absoluta. En el número de septiembre-octubre de 1997 de la revista Foreign Affairs, Tony Judt destaca el nuevo papel que asume paradójicamente el Estado nacional en el mundo globalizado. “Lo que dejamos de captar”, dice “es que, en el fin del siglo XX, el Estado es ahora también una institución intermediaria. Cuando la economía y las fuerzas y patrones de comportamiento que la acompañan son verdaderamente internacionales, la única institución que puede interponerse efectivamente entre esas fuerzas y el individuo desprotegido es el Estado nacional. Dichos Estados son todo lo que se ubica entre sus ciudadanos y las capacidades sin restricción, sin representación y sin legitimidad de los mercados, de las administraciones supranacionales insensibles…, y de los procesos sobre los cuales los individuos y las comunidades no tienen control. El Estado es la unidad más grande en la que, por hábito y convención, los hombres y las mujeres pueden sentir que toman parte y que es lo que puede aparecer, como si fuera capaz de responder a sus intereses y deseos”.

De allí resulta para el Estado y para una política realmente democrática la obligación de garantizar a su  población, de cara a las fuerzas de la globalización, las condiciones indispensables para una vida decente y con esperanza. El Estado debe ser subsidiario pero tiene también que ser la instancia superior de solidaridad, sobre todo de cara a los costos y riesgos de la globalización.

A la vez, la integración de regiones que coinciden aproximadamente con el espacio de una civilización se puede entender como la exigencia de una unidad previa a la instancia mundial. Estas unidades generan una especie de soberanía complementaria que refuerza a la del Estado debilitada por la globalización y le permite cumplir más cabalmente su función de intermediario. La Unión Europea es el principal ejemplo. Mercosur puede llegar a ser para América Latina el equivalente.

En la Conferencia que organizamos la Internacional Demócrata Cristiana y el partido francés Force Démocrate, el ex-primer Ministro de Irlanda, John Bruton, planteó un nuevo concepto de la política democrática dentro del Estado nacional, partiendo de la experiencia de Irlanda del Norte. Postuló que en los Estados contemporáneos, afectados por el resurgir de las etnias o nacionalidades componentes y enmarcados en la integración de grandes unidades regionales, se daría una pluralidad de identidades nacionales coexistentes y una jerarquía de soberanías relativas, en parte al menos coextensivas. Habría entonces que diseñar una carta de derechos y deberes ciudadanos que serían aplicables, según el perfil particular de identidades de cada ciudadano. El Estado como intermediario sería este Estado de identidades y soberanías múltiples, permeables y entrelazadas, diversamente aplicables a cada uno.

Pero hay algo más profundo para la humanización de la globalización que la nueva condición del Estado nacional en el nivel político. Existe en el nivel moral “el amplio anonimato”, que se experimenta en la convivencia globalizada y la exigencia correspondiente de lo que Francois Bayrou, ex-ministro de Justicia de Francia y Presidente del partido francés Force Démocrate, llama “el derecho al sentido”, en su libro del mismo título. Este derecho incluye el derecho a la identidad. Escribe Bayrou: “Entre lo indispensable, hay que contar de ahora en adelante con los puntos de referencia de identidad y de moralidad, que son los únicos que permiten que una personalidad se constituya y que un grupo pueda existir”. La identidad a la que se refiere abarca la identidad personal, la familiar, la cívica y la nacional.

Se pasa así de participar en comunidades de vivir-entre-nosotros, como la familia, a comunidades de vivir-juntos-con-los-otros, como la empresa y el sindicato. La comunidad nacional es de esta última índole e integra las demás. Da pie a un humanismo de la  ciudadanía. A nivel del mismo se realiza, sobre todo el principio según el cual el nuevo derecho de identidad ha de acompañarse de apertura al derecho igual de los otros hombres y, por lo tanto, al deber de solidaridad con ellos.

¿Cómo hacer valer el derecho a la identidad y el deber de solidaridad en la sociedad moderna? Necesitamos promover a la base de todo, la sociedad civil.

El Instituto de Investigaciones del Partido Demócrata Cristiano de Holanda ha estudiado este concepto, tal que fue elaborado por los disidentes de Europa Central y del Este y concluye: “Para ellos, el concepto de sociedad civil sirvió sobre todo como… una estrategia de reforma moral y social de la sociedad. Se refería a una reforma moral, en el sentido de restablecer los valores morales en una situación donde los motivos materialistas dominaban. Este aspecto del concepto de sociedad civil se propone permitirles a los ciudadanos vivir en la verdad. El concepto de sociedad civil también se refería a una reforma social, en el sentido de crear esferas de vida, en las cuales la gente pueda readquirir su responsabilidad por su ambiente social y físico. En este respecto, el concepto de sociedad civil se propone permitirle a los ciudadanos vivir en dignidad”. La sociedad civil se entendió como algo vital, como un compromiso valorativo que da sentido a toda la acción económica y política de las personas en la comunidad, asignándole metas morales y sociales.

El concepto plantea “una ética compartida de responsabilidad civil”, en la cual la noción de responsabilidad sirve de nexo entre el funcionamiento del mercado, el desarrollo de la democracia y las condiciones favorables del estado mental de la gente. Esta noción es central. Para el humanismo cristiano o humanismo integral, el hombre como persona es libre, por ello tiene responsabilidad, es decir, el deber de responder por sí mismo ante su propia conciencia, por  la comunidad ante las demás personas y por toda la creación ante Dios su Creador.

Para mundializar la globalización, es decir para humanizarla, a partir de la historia y a través de la política, hay que alcanzar el nivel moral, forjando una sociedad de corresponsabilidad. Las instituciones, tanto de la democracia representativa y de la economía de mercado, no pueden funcionar por cuenta propia como si fueran un fin en sí mismas. Tienen que enmarcarse en el contexto de una sociedad  que les transmita las exigencias de vivir en la verdad y en dignidad y les imprima las orientaciones valorativas del respeto a la identidad, incluyendo la identidad nacional y la promoción de la solidaridad, incluyendo a la solidaridad global.