1. El poder de la cultura en crear la sociedad económica

En 1992 Francis Fukuyama escribió su polémico libro El fin de la historia y el último hombre. Consideraba el capitalismo democrático, tal que se vive en forma globalizada después de la caída del Muro de Berlín, como producto institucional insuperable de la historia, marcando así un punto culminante en una especie de determinismo neo-hegeliano triunfalista. Desde entonces la realidad se revela mucho más compleja. Ni la fórmula está tan exenta de fallas como parecía, ni su aplicación –aquí en Panamá, por ejemplo– está dando resultados tan incuestionables como se esperaba.

En un nuevo libro, bajo el título de Confianza, las virtudes sociales y la creación de la riqueza, Fukuyama sin renegarse profundiza su pensamiento, con mayor realismo crítico frente a la variedad de las sociedades de nuestro mundo. Quienes quisiéramos encontrar caminos de desarrollo hacia sociedades a la vez más prósperas y más humanas, haríamos bien en prestar atención a su reflexión.

Comienza por destacar que dentro del capitalismo democrático las diferencias en los grados de riqueza y de satisfacción humana, no dependen de una ingeniería social ambiciosa, sino de “una saludable y dinámica sociedad civil”, que a su vez depende de los hábitos, las costumbres y la ética de cada pueblo, conformados más por una conciencia y un respeto crecientes a la cultura que por la acción política.

La cultura, actuando a través de la economía, se revela un factor decisivo sobre el bienestar doméstico y el orden internacional. Para Fukuyama la actividad económica no responde únicamente a la satisfacción del interés egoísta, sino además a un deseo humano fundamental de ser reconocido en la dignidad propia y, por ello, a una aspiración de formar parte de comunidades más amplias.

De allí resulta su tesis central: “el bienestar de una nación y su capacidad para competir están condicionados por una singular y  penetrante característica cultural: el nivel de confianza (‘trust’)”.

En el éxito económico de ciertas sociedades cuenta su capital social o sea “la habilidad de la gente para trabajar juntos por propósitos comunes en grupos y organizaciones”. Esta resulta del grado en que las comunidades comparten normas y valores y pueden subordinar los intereses individuales a los de los grupos más amplios. “Si las instituciones de la democracia y del capitalismo han de trabajar correctamente”, afirma, “deben coexistir con ciertos hábitos culturales pre-modernos… La ley, el contrato y la racionalidad económica proporcionan una base necesaria pero insuficiente para la estabilidad y la prosperidad de las sociedades postindustriales; éstas tienen que ser estimuladas por la reciprocidad, la obligación moral, el deber hacia la comunidad y la confianza, que se basan en el hábito más que en el cálculo racional”. Si el aparato legal sirve como sustituto de la confianza, aumentan los llamados “costos de transacción” y disminuye la competitividad de una sociedad.

De allí la importancia, en el caso de la economía de Estados Unidos de su orientación histórica comunitaria, que muchas veces se infravalora y que  se está debilitando por un exceso de individualismo.

La economía neoclásica de libre mercado supone que los seres humanos son individuos esencialmente racionales y egoístas que buscan el máximo de su bienestar individual. Pero los seres humanos actúan por fines no-utilitarios, de modos a-racionales y con orientación de grupo, un número suficientemente frecuente de veces, para que el modelo neoclásico nos presente un cuadro incompleto de la naturaleza humana. A lo sumo sería 80 % correcto.

Por su parte la economía neo-mercantilista, que la adversa con su insistencia en la política industrial del Estado, desconoce que una determinada macro política está condicionada por un contexto político, histórico y cultural de la sociedad en la que se aplica, de manera que lo que tuvo éxito en Asia puede ser desastroso en América Latina. Fijándonos en el capital social que surge de la confianza prevaleciente en una sociedad y de las otras virtudes sociales generadas por los mecanismos culturales como la religión, la tradición y el hábito histórico, podemos distinguir varios tipos de sociedad: las verdaderamente individualistas, cuyas principales organizaciones son más bien bandas criminales; las familísticas, en las cuales la sociabilidad se expresa sobre todo en la familia y en organizaciones de parentesco y linaje y normalmente solo pueden conformar importantes organizaciones de otra

índole gracias al Estado y las sociedades con mucha sociabilidad espontánea y alto nivel general de confianza que pueden conformar numerosas e importantes organizaciones más allá de la familia, sin el patrocinio necesario del Estado.

El nivel de capital social y de confianza social se revela entonces decisivo para el tipo de organización económica que una sociedad puede desarrollar, sobre todo en la economía globalizada actual y, por ende, para su competitividad general a largo plazo. No hay contraposición entre comunidad y eficiencia. Los que son más capaces de comunidad resultan también los más eficientes.

De acuerdo con Fukuyama el individualismo no sería la llave al éxito económico moderno. Muy por lo contrario, lo serían la sociabilidad espontánea y la confianza, que surgen de la cultura. Y por cultura él entiende los hábitos éticos heredados, que resultan en gran parte de opciones muchas veces a-racionales que hunden sus raíces históricas en religiones y sistemas valorativos tradicionales, tales por ejemplo el Cristianismo y el Confucianismo.

Max Weber había destacado el papel del protestantismo, sobre todo de las sectas, en el surgimiento de las virtudes individuales que integran la ética del trabajo que inspiró el capitalismo. Fukuyama reconoce este aporte pero argumenta que las virtudes sociales, tales como la honradez, la fiabilidad, la cooperatividad y el sentido de deber hacia otros “que estimulan la sociabilidad espontánea y la innovación organizativa, son prerrequisitos para el desarrollo de las virtudes individuales… puesto que éstas pueden ser cultivadas mejor en el contexto de grupos fuertes –familias, escuelas, lugares de trabajo– que se promueven en sociedades con alto grado de solidaridad social”. Para él no hay nada inherente al Catolicismo que constriña la modernización económica, aunque el fenómeno de la Contra-Reforma provocada por el Protestantismo haya sofocado la innovación económica capitalista.

A la luz de esta visión, Fukuyama analiza las sociedades de bajo nivel de confianza, como Taiwán, Hong Kong, China, Italia, Francia y Corea, con  su paradoja de los valores familiares. Luego analiza las sociedades con alto nivel de confianza, como Japón y Alemania, con su reto de sostener su sociabilidad y, también Estados Unidos, con su crisis contemporánea de la confianza.

La clave para la creación de riqueza resulta no tan sólo una clave económica, sino una clave cultural y social. En la próxima semana continuaremos.

Las virtudes sociales y la creación de riqueza

  1. ¿Por qué en Panamá no creamos la riqueza que necesitamos?

Completo con atención a Panamá mi reflexión sobre el libro de Fukuyama: Confianza, las virtudes sociales y la creación de riqueza, que comencé hace tres semanas e interrumpí para considerar temas de la actualidad nacional.

Después de analizar el papel de la cultura, del capital social y de la confianza en el desarrollo de la organización económica y de la competitividad de las sociedades más desarrolladas, concentrando en las sociedades familísticas de bajo nivel de confianza, como Taiwán, Hong Kong, China, Italia, Francia y Corea y  en las sociedades de sociabilidad espontánea y alto nivel de confianza, como Japón, Alemania y Estados Unidos, Fukuyama considera las relaciones entre la cultura tradicional y las instituciones modernas de cara al siglo XXI.

Se ha intentado explicar la estructura económica de una sociedad, es decir la escala de sus empresas, la distribución en diversos tipos de su actividad productiva y su forma de organización empresarial, a partir de diferentes factores. Estos son el tamaño del mercado nacional, el nivel del desarrollo económico de la sociedad, el carácter tardío del desarrollo, la carencia de las instituciones legales, comerciales y financieras necesarias para las organizaciones económicas determinantes y el comportamiento del Estado. Pero Fukuyama piensa que el capital social o “la habilidad de la gente para trabajar juntos por propósitos comunes en grupos y organizaciones”, es el factor crítico en las diferencias entre sociedades que de otra manera están en un nivel similar de desarrollo.

Las sociedades familísticas, si no tienen una dedicación a la educación como, por ejemplo la del Confucianismo y el Judaísmo, pueden atascarse en el nepotismo. El predominio familiar normalmente se acompaña de una debilidad de los otros vínculos y de un bajo nivel de confianza en la actividad económica.

Por el contrario, las sociedades con sociabilidad espontánea, más allá de la familia, tienen una propensión a la formación de las grandes corporaciones modernas y de redes económicas, con alto nivel de confianza. Estas son las sociedades más exitosas.

Cuando las sociedades carecen de este tipo de sociabilidad, solo tienen dos opciones para construir las organizaciones, esas que son los agentes del éxito económico moderno: la intervención del Estado, como promotor del desarrollo o la inversión extranjera directa o en coinversión, tal y como se ha dado en gran parte de América Latina. Son opciones costosas. Las empresas estatales se revelan menos eficientes que sus contrapartes privadas. Y cuando se depende excesivamente de las subsidiarias de empresas extranjeras se dificulta el surgimiento de una actividad competitiva poseída y administrada por nacionales, lo cual termina generando dependencias y con ello resentimientos y envidias en la arena política.

La sociedad panameña es paradójica. En cierto grado es familística. La actividad económica depende aún de nexos familiares y de linaje, por lo cual  no han surgido muchas corporaciones modernas, con administración profesional y propiedad pública. La bolsa de valores es apenas incipiente.

Pero la familia panameña carece de integración plenamente formal. No enmarca efectivamente a los individuos. Junto con rasgos familísticos y el bajo nivel de confianza, tenemos en nuestro medio rasgos individualistas que generan asociaciones económicas al borde de lo ilegal y tolerantes de lo delincuencial. Perdura el juega vivo y, si posible, sucio.

Además, no hay una valoración suficiente de la educación como distintivo de prestigio y de poder, lo que conduce al nepotismo y a la estagnación. Gran parte de las principales empresas han sido gestadas por el Estado, con su habitual ineficiencia o son subsidiarias de empresas extranjeras, lo cual explica la inseguridad que sentimos con respecto a nosotros mismos y la actitud ambigua de envidia y resentimiento hacia las inversiones provenientes de afuera.

Ahora que la política económica panameña presuntamente diseña un nuevo modelo, por el agotamiento del antiguo, se están suplantando vía la privatización de las empresas estatales, por empresas extranjeras con poco desarrollo adicional de corporaciones modernas propiamente nacionales y sin un accionario amplio de clase media y de trabajadores con capacidad de

ahorro. La sociabilidad espontánea extra-familiar con alto grado de confianza no se incrementa. Tampoco se reducen los “costos de transacción” ni aumenta sensiblemente la competitividad.

En Panamá ninguno de los objetivos económicos de una política moderna se está logrando: ni crecimiento rápido del PIB, sobre todo por habitante, ni disminución del desempleo, ni mejoría en el nivel de vida de la mayoría, ni disminución de la disparidad en los ingresos y reducción de la pobreza crítica.

Si Fukuyama tiene razón, esto resulta porque no se está reforzando la sociabilidad en nuestro país. El Gobierno argumenta que dedica la mitad del presupuesto a gastos sociales pero sus medidas favorecen al predominio del individualismo por encima de la solidaridad. La familia, la escuela y el lugar de trabajo panameños no transmiten las virtudes sociales, tales como la honradez, la fiabilidad, la cooperatividad y el sentido de deber hacia otros, los que generan las virtudes individuales de la ética de trabajo. Seguimos viviendo en una sociedad insolidaria y carente, por ello, del adecuado nivel de confianza.

Nuestra sociedad civil no demuestra la vitalidad suficiente para dejar de esperar  la solución casi exclusivamente de una ingeniería social impuesta por la política estatal. Y nuestro Gobierno no tiene la visión ni la sensibilidad suficientes para formular y ejecutar una estrategia de desarrollo, la que estimule la sociabilidad espontánea y la innovación organizativa, a través del fortalecimiento de la familia, la reestructuración de la escuela y la humanización del lugar de trabajo, de manera que se transmitan las virtudes sociales y con ellas la ética de trabajo.

Se está tratando de modernizar económicamente el país, desconociendo lo que Fukuyama destaca: el individualismo moderno en el mercado y en la democracia liberal, exige un enraizamiento cultural tradicional, comunitario e incluso religioso.

“Si  lo individuos formaran comunidades”, escribe, “sólo a base del interés propio racional a largo plazo, habría poco de espíritu público, sacrificio de sí mismo, orgullo, caridad, o de ninguna de las otras virtudes que hacen vivibles las comunidades… Las instituciones modernas liberales, políticas y económicas, no sólo coexisten con la religión y otros elementos tradicionales de la cultura, sino que muchas funcionan mejor en conjunción con ellos”.

Así es porque estas instituciones responden no sólo al deseo racional de satisfacer necesidades materiales, sino al deseo de los seres humanos a ser reconocidos como seres libres y morales.

Mientras no abordemos nuestra realidad desde este nivel cultural, ético-religioso, con su impacto sobre lo social, nuestra vida política y económica trastabillará.