Los seres humanos necesitamos oportunidades especiales que interrumpan el curso horizontal de nuestros días para no perder el sentido vertical de nuestra existencia, enraizada en un misterio de origen y culminando en un misterio de meta. Para los que profesamos la fe cristiana, la Navidad y la Pascua representan el ofrecimiento de tales oportunidades.

Pero a fuerza de celebrar estas fechas año tras año, con todo lo que acarrean de costumbres y festejos, se atenúa su impacto sobre nuestra sensibilidad y sobre nuestra conciencia. Lo horizontal de nuestras vidas cotidianas absorbe lo vertical de su mensaje fulgurante.

En estos días de Navidad, releía una pequeña obra de Tomás de Aquino, el gran Maestro del siglo XIII, que leí por primera vez cuando estudiaba en la Universidad de París. Encontré nuevamente un texto que con escueta simplicidad resume el mensaje cristiano en toda su radicalidad y trascendencia.

“Jesús, nacido de una madre que, aún cuando concibió virginalmente y fue siempre virgen, era la esposa de un obrero, abolió toda marca de nobleza según la carne. Nacido en Belén, la más pequeña de todas las villas de Judea, prohibió que nadie se vanagloriara de cualquiera ciudad terrestre por su celebridad. Se hizo pobre, él de quien todo procede y por quien todo fue hecho, para que ninguno de los que creen en Él se atreva a enorgullecerse de las riquezas temporales. No quiso que los hombres lo coronaran Rey, porque enseñaba la vía de la humildad. Tuvo hambre, él que alimenta a todos los hombres; sintió sed, el que creó toda bebida; experimentó el cansancio del camino, él que se convirtió en nuestro camino hacia el cielo; fue crucificado, él que puso fin a nuestras angustias; conoció la muerte, él que resucitó a los muertos”.

Tal es el mensaje de vida de Jesús, según Tomás de Aquino. Trastoca todos los valores de nuestra vida tal como ella se desenvuelve ordinariamente en el escenario del mundo y en el transcurso del tiempo.

Vivimos de hecho impulsados por los apetitos de nuestra sensualidad  y Jesús nos plantea que el espíritu de amor impregne nuestra carne.  Reclamamos prerrogativas de nuestra clase o de nuestra nación y Jesús nos plantea vivir fraternalmente, incluso con nuestros enemigos. Nos ensimismamos en la acumulación de riquezas y Jesús nos plantea no sólo la opción preferencial por los pobres, sino la bienaventuranza de los pobres.

Nos ensoberbecemos en el ejercicio del poder sobre los demás y Jesús nos plantea la humildad del servicio a los demás. Nos desvivimos por dar con el camino del éxito y Jesús nos plantea seguirlo por el camino de la cruz. Nos atormentamos ante el dolor y la finalidad de la muerte y Jesús nos plantea que la padezcamos hasta el fondo en la esperanza de la resurrección.

El trastrueque que Jesús busca introducir en nuestras vidas es tan enorme que no podemos asimilarlo por nuestras propias fuerzas. Nuestras debilidades nos restringen demasiado. Nuestras fallas nos estorban demasiado. Llenos de nosotros mismos no hay cabida para Jesús y sus valores.

Pero en la vida todos experimentamos situaciones límites, tanto personales como comunitarios: una injusticia intolerable, una enfermedad grave, un revés contundente, una decepción desgarradora, una traición artera, un peligro estremecedor. Se rompe así la trama de nuestras vivencias habituales. Quedamos vacíos de nosotros mismos.

Nuestra primera reacción suele ser de rencor egocéntrico: ¿por qué nos sucede esto a nosotros? Con ella se insinúa muchas veces la desesperanza ante el golpe duro a nuestro propio yo. De allí puede surgir, sin embargo, aunque sea a tientas y precariamente, una nueva toma de conciencia vital: sólo soy hombre, falible y mortal, y como los demás hombres necesito que Dios se haga presente en mi vida, trastocándola desde adentro para hacer de ella lo que Él quiera.

A través de esa experiencia se hace realidad en nuestras vidas el anuncio del profeta Isaías: “Ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, a quien pondrá por nombre Emmanuel”, que significa “Dios con nosotros”.

¡Dejemos que Jesús nazca en nosotros aquí y ahora, de manera que llegado el día sea también Pascua en nosotros para la eternidad!

Artículo publicado en El Panamá América el 25 de diciembre, 1994.