A los 75 años de edad Monseñor Marcos Gregorio McGrath acaba de cumplir 50 años de sacerdocio, marcados por dos pasiones que se reflejan en su escudo episcopal: el amor sacerdotal que inmola –su divisa episcopal–, es decir, la entrega de toda su persona al servicio de la mediación entre Dios y la humanidad a imagen y semejanza de Cristo, y el amor a Panamá, representada en su escudo por la tierra firme entre dos mares, que aparece debajo del monograma de la Eucaristía de Cristo, cual Melquisedec, que permanece sumo sacerdote  in eternum.

¡Pocas veces un escudo resume tan a fondo una vida!

Desde 1963, cuando regresé a Panamá graduado de la Universidad de París y Monseñor era Obispo Auxiliar de Panamá, he estado vinculado a él por una entrañable amistad, la que abarca una providencial convergencia de experiencias. Quisiera relatar algunas como testimonio de los primeros años de su episcopado y anticipo del sentido de  su largo y extraordinario apostolado.

A raíz del 9 de enero de 1964, se creó el Comité de Rescate de la Soberanía. Participé en la directiva para mantener la unidad nacional en la labor del Comité, cristianos y marxistas acordamos no realizar ninguna  actividad que no fuera conjunta. Pero un día, supimos que los comunistas  habían tomado la iniciativa de convocar a una manifestación por cuenta propia desde la Universidad de Panamá. El propósito era asumir el liderazgo del movimiento de rescate de la soberanía. Los católicos en el Comité fuimos a ver a monseñor McGrath, en ese entonces Vicario Capitular de la Arquidiócesis a raíz de la muerte, el 30 de octubre de 1963, del Arzobispo Beckman. Le solicitamos un acto público de la Iglesia a favor de la causa panameña. Supe que debió vencer resistencias, pero decidió convocar a la cita con Dios por la Patria el 26 de enero. En estas circunstancias, desde el 11 de enero McGrath calificó lo sucedido como un atropello “a claros derechos panameños” y el 22 en una declaración que él firmaba, el primero de los Obispos por vez primera  reconocía “las justas aspiraciones del Gobierno y del pueblo panameño a favor de un mejor trato para la República, que corresponde a su dignidad de pueblo libre y soberano”. “Fue un singular momento”, escribió retrospectivamente. “Me tocó vivir a fondo el 9 de enero de 1964. Sentí nacer una nueva conciencia de la nación panameña, que quizás la mayoría de los panameños no esperaban y que, por mucho tiempo, no iban a comprender”.

Monseñor McGrath se convirtió en la conciencia cristiana de la reivindicación de la plena panameñización de nuestro Canal y uno de los voceros más autorizados y escuchados de la misma ante la comunidad internacional y ante la opinión pública estadounidense. El hijo de padre estadounidense y madre costarricense, ha revelado a lo largo de todo su sacerdocio y  su episcopado su ejemplar panameñidad.

Por esa misma fecha se decidía la sucesión de Monseñor Beckman. McGrath, como Obispo Auxiliar, había estimulado en los albores del Concilio Vaticano II, una sorprendente renovación del movimiento laical. Su orientación pastoral apuntaba hacia un Iglesia renovada, libre de condicionamientos tradicionales que mediatizaran su impacto sobre nuestra sociedad. Era evidente que el poder político vigente desconfiaba de él. A través del entonces Ministro de Gobierno y Justicia, quien había sido previamente embajador ante la Santa Sede, se hicieron gestiones oficiosas, incluyendo un viaje a Roma por dicho funcionario, para  desaconsejar su nombramiento como Arzobispo de Panamá.

Algunos laicos, comprometidos con los nuevos movimientos eclesiales, supimos de esta iniciativa del Gobierno de turno y decidimos escribir una carta al Cardenal Raúl Silva Henríquez, de Santiago de Chile, poniéndolo al tanto y solicitando su intervención para neutralizar la interferencia política en contra de monseñor McGrath. Confiábamos que el Cardenal, quien había conocido a McGrath  como Decano de la Facultad de Teología de la Universidad Católica de Chile y era un prelado imbuido del espíritu conciliar, tendría acceso al Santo Padre para informarle de lo que sucedía en la Iglesia panameña. Años más tarde supe que el Cardenal, en Roma para una nueva sesión del Concilio, le había revelado a monseñor McGrath el contenido de nuestra carta y le había solicitado su aquiescencia para presentarle el caso al Papa. Monseñor McGrath le respondió: “Prefiero que no lo haga. Si he de ser arzobispo, lo seré por obra y gracia del Espíritu Santo, y no de gestión humana”. En esta reacción, de aparente candidez, se revelaba la profunda convicción del hombre de Iglesia que McGrath ha sido como sacerdote y obispo, consciente y respetuoso de la identidad y autonomía de la Iglesia, ajeno a su politización y confiado en su proyección espiritual sobre el mundo temporal.

Como resultado,  monseñor McGrath fue nombrado obispo de la recién creada Diócesis de Santiago, en lo que pareció como una postergación, casi un exilio. Pero Dios escribe recto con líneas curvas. La experiencia pastoral de McGrath en Veraguas ahondó su conciencia de teólogo y de pastor, enfrentándolo a la realidad del mundo rural, donde se concentraban las formas más arraigadas de pobreza e injusticia. “El Plan de Veraguas, Guía de Acción  para el Desarrollo Económico y Social de la Provincia”, fue la expresión fehaciente de esta profundización de  su pensamiento y de su  pastoral.  “Cinco años estuve [en Santiago de Veraguas] y quizás los más felices de mi vida”, afirmó luego. “Palpé directamente la doble temática del Concilio, entonces sesionando: evangelización y justicia social…Veraguas fue para mí el noviciado, la formación fundamental mía en la tarea de ser obispo. Fue también el contacto diario con la pobreza panameña, con los más pobres: campesinos e indígenas”.

Cuando se produjo la crisis en el liderazgo de la Arquidiócesis, que llevó la renuncia de monseñor Clavel y al nombramiento inesperado de McGrath como arzobispo, en su despedida de Santiago el entonces Rector de la Escuela Juan Demóstenes Arosemena recalcó: “Monseñor McGrath comprendió, desde su llegada a Veraguas, que él era necesario aquí, que nosotros lo necesitábamos. Y el Pastor se quedó entre sus hermanos desvalidos. No para compadecernos. No para darnos conferencias filosóficas o para acompañarnos en nuestro desamparo y pobreza material y espiritual… ¡No! Él se quedó entre nosotros para trabajar, planear y ayudarnos a despertar del letargo de siglos…”. Sus años en Veraguas fueron providenciales. Su conciencia de sacerdote y obispo, marcada ya por la identidad nacional, adquirió un indeclinable compromiso social, que él transmitiría desde la cátedra arquidiocesana a la Iglesia panameña en su conjunto.

Su sacerdocio y su episcopado han sido una “gracia” de Dios para Panamá. Esa “gracia” continua, ahora más íntima y personalizada, menos pública e institucional, en la ejemplar entereza con la que asume el silencio y la reclusión que le ha impuesto una cruel enfermedad.

En varias oportunidades durante su servicio como Obispo y Arzobispo, le  llegó la invitación de que ocupara un puesto ya sea en la Curia Romana o bien sea en la Universidad de Notre Dame. Nunca aceptó. El  amor sacerdotal panameño inmola por Panamá. “Amor sacerdos immolat”.