Modernización es el orden del día, en Panamá y en toda América Latina. Modernizar la economía, el Estado, la educación, son las fórmulas que repiten los dirigentes nacionales y los expertos internacionales como las llaves del futuro. Pero casi nunca nos preocupamos por su significación al nivel fundamental de los valores culturales. ¿En qué consiste la modernidad?

Al inicio de un nuevo año es un momento propicio para plantearnos lo que tiene que ver no sólo con los pasos para llegar a una meta, sino con la meta misma a la que intentamos llegar. Por eso, me permito en estos primeros días de 1997 esbozar una reflexión sobre la modernidad.

El momento es tanto más propicio que el término “moderno”, desde que surgió en latín en el siglo VI de nuestra era, ha marcado un contraste en el tiempo entre lo antiguo y lo nuevo, lo tradicional y lo que, por contraposición se califica precisamente de “moderno”. Pero al mismo tiempo, en el uso vigente del término se insinúa otro contraste en el tiempo entre lo nuevo y lo actual, es decir, entre lo “moderno” y lo contemporáneo, que resulta ser lo post-moderno. Lo “moderno” viene así a constituirse no en la última, sino en la penúltima palabra.

Esta consideración lingüística nos introduce a un comentario importante de Octavio Paz, Premio Nobel de Literatura mexicano, quien a lo largo de su obra se ha concentrado en el tema de la modernidad desde una perspectiva latinoamericana y puede servirnos de guía en esta reflexión.  “… los latinoamericanos”, escribía en 1970 en Postdata, “somos los comensales no invitados, que se han colado por la puerta trasera de Occidente, los intrusos que han llegado a la función de la modernidad cuando las luces están a punto de apagarse, llegamos tarde a todas partes, nacimos cuando ya era tarde en la historia…”.

La modernidad surge en Europa, de una conciencia humanista que se hace interiormente racionalista, mientras que entre nosotros el racionalismo “no fue un examen de conciencia, sino una ideología adquirida”, precisa Paz en su estudio sobre Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe. Mientras que la revolución francesa y la revolución estadounidense forjaron nuevas realidades sociales “modernas”, a partir de un humanismo racionalista, la gesta independentista latinoamericana dejó subsistir la cultura colonial, la tradicional y adquirió el racionalismo y el liberalismo como meras ideologías, iniciando así “el reino de la máscara, el imperio de la mentira”, explica en Los Hijos del Limo. De allí que nuestra historia independiente sea un recurrente y hasta ahora, frustrado intento por modernizarnos.

¿Cuál es el factor determinante de la modernidad, ese factor que no ha prevalecido aún en nuestra cultura? “La crítica es su rasgo distintivo, su señal de nacimiento. Todo lo que ha sido la Edad Moderna ha sido obra de la crítica, entendida ésta como un método de investigación, creación y acción. Los conceptos e ideas cardinales de la Edad Moderna –progreso, evolución, revolución, libertad, democracia, ciencia y técnica– nacieron de la crítica”, afirma Paz en La otra voz. Poesía y fin de siglo.

El espíritu crítico, al demoler los valores e instituciones tradicionales,  crea un vacío en el que surgen las utopías, esos “sueños de la razón” que cuando se activan generan revoluciones y reformas. La modernidad se revela ser conciencia y apetito de cambio y, por ello, predominio del futuro. Conlleva unas concepciones lineales del tiempo y de la historia, ineluctablemente tendidas hacia un indefinido mundo mejor por venir.

Junto con el pensamiento crítico, el otro elemento central de la modernidad,  insiste Paz en Postdata, es la democracia. Hay un mutuo condicionamiento entre ambas. La democracia es el resultado de la modernidad pero sin democracia no habría modernidad, aunque la modernidad se haya podido desvirtuar hacia el Estado totalitario, argumenta Paz en Tiempo nublado, donde analiza extensamente a Estados Unidos y a la Unión Soviética, como los modelos contrapuestos de nuestro siglo. Por ello, “las dificultades que hemos experimentado [los latinoamericanos] para implantar el régimen democrático es uno de los efectos, el más grave quizá, de nuestra incompleta y defectuosa modernización”.

Nos ha hecho falta vivir auténticamente la modernidad, no copiarla, sino adaptarla desde nuestra propia realidad histórica. Pero hay que tomar conciencia de que la crítica es a la vez alimento y veneno de la sociedad moderna, advierte Paz en El Arco  y la Lira. Paradójicamente, el núcleo de la modernidad es una “pasión crítica: amor inmoderado, pasional, por la crítica y sus precisos mecanismos de desconstrucción pero también crítica enamorada de su objeto, crítica apasionada por aquello mismo que niega”, destaca con profundidad en Los hijos del limo.

La crítica que gesta la modernidad, descubre también las “supersticiones” de la misma. Por una parte, la ilusión según la cual habría un único modelo de civilización en función del cual las sociedades se dividen en desarrolladas y subdesarrolladas. Por otra parte, la creencia según la cual los cambios de las sociedades son lineales, de acuerdo con un patrón unívoco de progreso, susceptible de ser medido cuantitativamente.

Por más que el liberalismo democrático, expresión característica de la modernidad, sea a su juicio el mejor modo de convivencia, Paz reconoce en La otra voz. Poesía y fin de siglo que éste “deja sin respuesta a la mitad de las preguntas que los hombres nos hacemos: la fraternidad, la cuestión del origen y la del fin, la del sentido y el valor de la existencia”. Y la institución del mercado, otro fruto de la modernidad, “es una actividad de alta eficacia pero sin dirección y cuyo único sentido es producir más y más para consumir más y más”. No genera ni equidad ni equilibrio ecológico.

Por ello, no es absurdo que, nacida de la crítica, la modernidad entre en crisis por la crítica. El mismo concepto moderno de progreso se torna cuestionable, a fuerza de producir junto con la abundancia de bienes materiales, vastos desiertos sociales y espirituales.

Para asumir la tarea de la modernización con discernimiento, requerimos una conciencia de lo que la modernización exige, como cultura y no solo como economía y como política. Requerimos una conciencia de que la cultura de la modernización se adquiere desde la historia propia, a través de experiencias de adaptación creativa no desde la historia ajena por simple imitación de fórmulas. Requerimos sobre todo una conciencia de que la modernización, con todo y sus aportes indispensables, no responde a algunas de las aspiraciones humanas más profundas.

La ventaja de llegar tarde a la modernidad es que podríamos modernizarnos sin desatender las limitaciones y fallas de la misma modernidad.

Enero de 1997